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El mejor abuelo del mundo

Publicado por Asilo Santa Teresita
Daniel es un muchacho inquieto, le gusta andar por todos los rincones de las casas, revolver en los lugares más extraños y buscar entre los objetos olvidados. Es hijo único, tiene doce años y se puede decir que en su casa no hay un solo rincón donde no haya hurgado.

Una tarde sus padres feron a visitar a la abuela Fortunata que estaba muy enferma, el tiempo no perdona y el cuerpo pesaba demasiado para la pobre vieja. La tía Felisa, hermana de su madre, vivía con ella atendiéndola. De vez en cuando, sus padres iban las tardes allí a cuidar a la abuela, para que así Felisa pudiera salir un poco. El abuelo Gustavo murió antes de nacer Doniel. De esta forma, el chico sólo conoce a este antepasado por las historias, anécdotas y diversos sucesos que le habían contado.
Aun estando solo para Daniel la televisión no es absolutamente necesaria, todos lo programas le aburren y detesta los anuncios con los que no ve a gusto las películas. Por eso subió al desván aquella tarde para entretenerse. Allí entre cajas, viejos muebles, objetos rotos, diferentes baldas, ropas olvidadas, trastos de antaño y mucho, mucho polvo; Daniel se encontraba en el lugar más divertido de toda la casa.
En un rincón, olvidado por el tiempo, se encontraba un viejo baúl. Daniel No tardó mucho en empezar a sacar las cosas que su interior guardaba. Había una gorra de marino, una pipa, varios libros, un viejo reloj de bolsillo que ya no funcionaba, unas fotos muy antiguas, entre ellas pudo ver una de la abuela cuando era joven; había pantalones, camisas, algún jersey grueso y una chaqueta bastante bien conservada. Revolvió la prenda sin parar y encontró, dentro del bolsillo de la americana una carta. Los ojos se le encendieron de curiosidad ¿Sería una nota de amor escondida y nunca entregada?, o, ¿Sería de adios?. El muchacho, nervioso, abrió el sobre, desplegó la carta y comenzó a leer:
“Hola, siento mucho no haber podido conocerte; pero eso no importa, con esta carta espero poder decirte lo que siempre he deseado contarle a mi nieto... No es nada importante, sólo es el deseo de poder hablarte un poco sobre lo que pienso. Espero que seas un niño formal; así es como te imagino . No sé qué pensarás de mí, pero supongo que bien; ni tu madre, ni tu abuela, ni tu tía te habrán hablado mal de este abuelo; No es que yo sea perfecto, lo que pasa es que de los muertos siempre se habla bien, acentuando los dones y justificando los defectos; de esta forma, para ti yo seré casi perfecto; el mejor abuelo del mundo, sin lugar a dudas.
Te diría que estudies, y debes de hacerlo para ser un importante señor el día de mañana, para que no te falte el dinero ni nada y para ser respetado por todos. Pero piensa siempre que lo más importante en la vida no es eso, que lo más importante en la vida no es ser un ilustre caballero, ni un poderoso comerciante, ni un adinerado banquero; sino el amor, es querer y que te quieran, es despertar y sonreír al alba manteniendo sin querer la sonrisa todo el día hasta el anochecer y acostarse, ya cansado, con el deseo de volver a despertar para seguir viviendo. Por ello debes de saber buscar una compañera y no debes errar en la elección. Por eso, pienso yo, que quizás lo más importante es esa decisión que tomamos al elegir con quien hemos de vivir el resto de nuestras vidas; sin embargo nadie nos lo enseña, sólo tú has de sentirlo y has de saberlo; pero no te confundas, que de poco servirá el dinero, la posición, o el respeto que los demás tengan sobre ti, si cuando despiertas cada mañana no sientes un golpe de alegría en el corazón por la suerte que tienes de tener a esa hermosa dama junto a ti. ¿Para qué sirve una enorme mansión si sólo la puedes llenar de piedras, por muy preciosas que éstas sean?.
Te puedo asegurar, que todos los días de mi vida he sido feliz, y aún cuando estaba en el hospital deseaba tanto ver a tu abuela... y ella siempre estaba allí, esperando mi despertar.
Recuerdo aquel primer día en que nos besamos, tiempos aquellos... subíamos al monte, nos dimos un fuerte abrazo y caímos rodando por el suelo, revolviéndonos entre unas flores de Diente de León; también la dicen Meacamas, porque si juegas con sus pétalos luego te meas en la cama. No creo que sea cierto, pero cuando Fortu se dio cuenta de que estaba sobre ellas, se revolvió queriendo levantarse - ¡Meacamas!, ¡Meacamas!- gritaba y comenzó a moverse de un lado para otro hasta que tropezó con una ortiga, que escondida entre las flores, le picó en el tobillo del pie. Yo, caballero impertinente, de una pat
ada arranqué la planta. Tu abuela, al ver mi reacción, le arrancó una rama y la guardó entre la hojas de su libro. Después dijo.-Pobrecilla, ¿no ves que estaba sola, quieta y tranquila hasta que hemos venido nosotros?-, me miró y me dio un beso. De esta forma guardó en su libro el recuerdo de aquel hermoso momento.
Ves cómo puedo contarte lo que quiero aún estando muerto, el tiempo palidece ante la fuerza del deseo. Si deseas contarme algo escribe una nota y déjala en el bolsillo de la chaqueta que yo la leeré y te contestaré desde el Cielo.”
Al terminar la carta un suave viento rozó el tejado y penetró entre la rendijas confundiéndose con el silencio.
Daniel no comentó nada con nadie sobre la nota del abuelo, le costaba creer que se pudiera haber dirigido un escrito a un nieto desconocido. A la vez le ilusionaba, sentía como si su abuelo, de alguna forma, ya le conociera. -¿Será verdad que puedo escribirme con él?- Se preguntaba una y otra vez. Pero, claro, hay cosas que no se pueden comentar con nadie, porque te pueden tomar por loco.
Una vez escuchó una conversación de sus padres sobre Fortunata que le dejó preocupado. ¿Debería su fantástico abuelo saber en qué estado se encontraba la que fuera su esposa?. Aunque tenía muchas dudas de que un escrito sirviera de algo; pensó que de todas formas, al dejarlo en el bolsillo de una chaqueta olvidada, tampoco arriesgaba nada aunque todo fuera fruto de su imaginación. Cogió un bolígrafo y comenzó:
“Querido abuelo: Si es que de alguna forma lees esto, tengo que decirte que la abuela Fortunata está muy mala. Oí decir a mis padres que no creen que dure mucho, que es una mujer muy mayor y muy enferma, ya no quiere comer. A mi me da mucha pena, no quiero que se muera, quiero que cuando vaya a casa de mi tía, esté ella allí, sentada en su silla de mimbre.
Bueno, como era tu esposa pensé que tenía que decírtelo. No sé qué más contarte, así que te envío un beso y me despido. Daniel"
El muchacho cogió la carta, la metió en un sobre, subió al desván, abrió el baúl y dejó el escrito en el mismo bolsillo de la chaqueta dónde encontró la nota del abuelo. Después se fue al cuarto, cogió un libro y comenzó a leer. Sus ojos pasaban por encima de los renglones completándolos todos y saltando de página, pero sin enterarse de nada de lo que había leído; no podía concentrarse, quería saber si realmente esas cuatro letras que había escrito llegaban a su abuelo y si éste le daba una contestación. Así que volvió al desván, abrió el baúl, miró en el bolsillo de la vieja chaqueta y encontró un sobre, pero no era el mismo que él había dejado, era otro y contenía algo más que un papel con unas notas.
Efectivamente, entre la carta doblada había una hoja de ortiga seca y aplastada, como si hubiera pasado largo tiempo entre las hojas de un libro que la debió guardar con mucho cariño. Desdobló la nota y comenzó a leer:
“No tienes porque preocuparte, mi adorado y desconocido nieto. Aquí, en este fantástico lugar entre lo ilusorio y lo deseado, se está muy bien. No tienes porque temer su marcha, piensa que de alguna forma volverá conmigo a recordar nuestros sueños y que sus deseos están más en este lugar que en el que va ha dejar. Piensa que será feliz, tiene que estar cansada de tanto luchar y desde aquí velaremos, tanto ella como yo, por vosotros mientras disfrutamos del tiempo.
Haz lo que yo te diga, por favor, verás cómo sonríe, cómo se enternece su cara cerrando los ojos en un plácido recuerdo. Ve y dale un beso en la punta de la nariz, después entrégale esa rama de ortiga que junto a la carta te envío. No hagas más, sólo obsérvala y verás que no me equivoco.
No le digas que es cosa mía, ella ya lo sabrá. Te quiero, mi ya no tan desconocido nieto.”
Una extraña brisa empujó las paredes de la buhardilla colándose entre las escasas grietas que parecían no existir, y acariciando suavemente el rostro del chico impregnó el ambiente de un aroma especial.
Al día siguiente por la tarde, después de haber hecho las labores del colegio, Daniel pidió permiso a sus padres para ir a ver a su abuela. Éstos, aconsejándole que fuera muy formal, consintieron la petición orgullosos de que se hijo se preocupara por la enferma.
Al entrar en la casa de su tía, pudo apreciar un ambiente serio. Perduraba el olor a madera de siempre y el silencio gobernaba todo el lugar penetrando hasta en los más escondidos rincones. Al fondo del pasillo estaba el cuarto de la abuela, en el centro, con dos mesillas a los lados, se encontraba la cama; sobre ella un crucifijo adornaba la desnuda pared, y entre las sábanas, pálida e inmóvil, con los ojos cerrados y el pelo revuelto, reposaba Fortunata.
La anciana parecía dormida. Daniel, aproximándose hizo lo que el abuelo le dijo: Le dio un beso en la punta de la nariz. En ese momento los dormidos ojos se abrieron; el muchacho entregó la pequeña rama de ortiga seca a las huesudas manos de Fortunata que no necesitó ver la ofrenda. Su mirada, sin querer, se fue hacia el cielo; una sonrisa iluminó el cansado rostro que aún lucía un cutis perfecto. Apretó con sus torpes dedos la dádiva y, sonriente, se sumergió en un plácido sueño.
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